. ..::: Historias muy reales :::.. .

lunes, junio 26, 2006

Con el mozo como propina (12-02-2001)

Ella era divina, de esos amores que te marcan a fuego, de los que no podés olvidarte jamás.
Y fue tan así que, como no pude olvidarme, después de varios meses sin vernos por decisión suya, la seguí llamando.
Muchos me dijeron que era gastar pólvora en chimangos, pero yo, fiel a mi mismo, seguí sin que me importe demasiado el “Boludo” con el que me tildaban mis amigos y aquellos que sabían de esta historia.
Fueron varias decenas de llamadas y no fueron miles porque muchas se ahogaron antes que el último número se termine de discar.
Muchas veces llamé a escondidas para ver si de esa manera tentaba la suerte y lograba un mísero Si, pero otras ni siquiera se las comentaba a Pablo porque la derrota era humillante.
Me pasaba los días, las noches y madrugadas pensando en ella, en todo lo que viví en tan poco tiempo y en sus oyuelos cuando reía.
Pero bueno, yo si hay algo que siempre supe fue perder, así que cada vez que llamaba desempolvaba el traje de perdedor y me aprestaba a escuchar el ya clásico “y... no sé, cualquier cosa hablamos” que todavía me retumba en los oídos.
Probé de todo. Desde invitaciones al cine, pasando por cafés y hasta viajes a Colonia, pero nunca pude tentarla aunque sea para poderla ver.
Ya super entregado a mi destino terminé yendo de vacaciones a la triste Mar del Plata en lugar del viaje a la Patagonia que tenía planeado hacer con ella.
Mis amigos se la pasaron de joda, encaraban chicas a diestra y siniestra y yo miraba como la arena se me escurría entre los dedos como máxima diversión del verano.
Los días de descanso pasaron lentos, como si fueran más largos que los demás, pero yo seguí firme junto a ese pensamiento absurdo que me hizo discar larga distancia sin éxito en varias ocasiones.
El regreso fue somnífero, casi irreal. De nuevo estaba geográficamente cerca, pero sentimentalmente igual de lejos que antes.
Fue obvio el momento, era cantado que los primeros ocho números que marcaría en Buenos Aires iban a ser los que me hacían escucharla. Y también cayó de maduro su respuesta.
Pero esa vez, no me pregunten porqué, pero tuve una millonésima de segundo de lucidez y le dije “...bueno, yo sigo esperando” como quien acepta su fatal destino sin ganas siquiera de luchar.
Con la voz quebrada ante ese nuevo fracaso, de los cuales ya tendría que estar acostumbrado, me despedí y vi como el tubo del teléfono se aproximaba en cámara lenta sobre la orquilla.
Nuevamente en el mundo real, levanté la cabeza y pude ver como de la nada se me erizó la piel, al tiempo que el frío chillar del teléfono logró helarme la sangre por un instante.
Era ella.
Me dijo que aceptaba la invitación. Objetivamente y viendo la escena desde afuera, la charla sonó como un “Bueno pibe no llores más”, pero a mi me pareció la victoria más resonante de Racing en los últimos diez años.
Obviamente a partir de ese momento quedé hecho un marmota, miraba el reloj cada 3 minutos y fui al baño más veces que en toda la semana.
En una de mis expediciones fisiológicas instintivamente palpé los bolsillos del pantalón y, tal como fue mi costumbre desde siempre, consulté al azar para darme valor.
“¿Esa noche iba a ser buena o mala?” Fue la pregunta lascerante que tiré al viento en el pasillo solitario. Seguidamente revoleé la moneda con destreza, sentí el delicado sonido que emitían sus giros al pasar en su vuelo ascendente frente a mi cara y mientras caía con ayuda de las leyes descubiertas por Newton interrumpí su vuelo con la palma de la mano derecha mirando el cielo, cerré el puño y luego de un giro descubrí la Verdad.
La Casa de Tucumán de esa moneda de cincuenta centavos me dio el soplo de aire fresco que más me recordó a los vientos patagónicos.
Según la divinidad de esa moneda todo iba a estar todo bien en esa noche, por primera vez en mucho tiempo los números impares y las cecas de las monedas me permitían una esperanza.
Sin dudarlo, decidí guardar la moneda y dejar para otra oportunidad la “confirmación” de la respuesta. No sabía que hacer, pero sentía una gran felicidad interior simplemente porque esa moneda cayó de un lado y no del otro.
Como casi siempre acepté que ella pusiera el lugar y la hora. Nos ibamos a encontrar en La Diva de Lanús, en el mismo lugar donde nos conocimos. Yo seguía navegando cual Aladino, pero en una nube de pedo. Estaba colgado por demás y lo peor de todo era que se me notaba demasiado.
Sin dudarlo, fui hasta casa a buscar la Falconeta que nuevamente relucía de gloria, me puse un jean común como para disfrazar la cita como una más, restandole un poco de importancia, y me dispuse a partir hacia Lanús.
En el camino miré el reloj desesperado sin buscar puntualidad, sino esperando que el tiempo pase pronto hasta las ocho de la noche y que se detenga ahí, o al menos que corra con menos vértigo.
Gracias a Dios llegó el momento tan esperado. Después de mucho tiempo volví a ver esos oyuelos con los que soñaba, esas manos que en algún momento ya casi legendario me acariciaron tiernamente. Eran las ocho en punto.
El camino desde la Falconeta hasta La Diva fue una tortura, tenía miedo que todo o que algo saliera mal. Muchas veces más de las necesarias hice un chequeo primario, casi pre-cámbrico diría, buscando que el cierre del pantalón estuviera cerrado.
Después pensé en la caja de alfajores que había llevado como obsequio. No quería que el chocolate se derrita, ni que la bolsa se arrugue, ni que la caja se golpee y mucho menos que se note que los alfajores no eran de Mar del Plata, sino del shopping de Avellaneda.
Cada paso era pensar en una posible tragedia que desencadene en un papelón y consiguiente fracaso después de luchar tanto tiempo por volverla a ver.
Ya adentro de la pizzería el corazón volvió a latir después que palpé el bolsillo y encontré la moneda divina que decidí llevar como amuleto.
Ese mismo corazón agitado me guió, sin miramientos, a la planta alta, donde nos conocimos con ella.
También casi sin pensarlo, mientras subí la escalera dirigí la mirada hacia la mesa que compartimos aquella primera vez, quizás haya sido simplemente para recordar, pero gracias a Dios a medida que pisaba escalones se iba descubriendo su pelo, su mirada, su boca y finalmente sus manos.
Era un sueño, después de tanto tiempo volverla a ver.
Le dije un hola muy casual, casi sin importancia para disimular los nervios y seguidamente le dí los alfajores como había quedado con ella.
Me senté en la mesa que me recordaba irremediablemente a la primera cena con ella, charlamos largo y tendido sobre cosas superfluas como para pasar el rato y llegar al momento de hablar de cosas serias.
Ella tomó una Sprite, yo tuve ganas de salir y caminar de su mano, pero supo mantenerme ahí adentro mientras charlamos sobre pavadas sin importancia.
Ya había pasado un tiempo prudente cuando le pregunté si quería comer algo. Ella eligió rabas y yo una omelette al estilo Sostiene Pereira. Comimos y cuando ya no había más que ingerir busqué el momento propicio para iniciar mi “ofensiva” sentimental.
Créanme que apenas dije algo referido al tema que me hacía transpirar las manos, ella supo sortearlo con maestría. “Cambiemos de tema” dijo fría, sin inmutarse.
Yo resignado volví a mi postura clásica de perdedor. La palma de la mano derecha sostuvo mi cabeza inclinada casi a noventa grados desde la mejilla como las muletas que solía utilizar en sus obras el gran Salvador Dalí.
Seguí escuchando cortesmente para no quedar como un guarro, pero realmente no tenía muchas ganas de seguir allí sentado.
Cuando los relatos sobre las penurias de su trabajo y las alegrías de su sobrina recién nacida terminaron insinué un “¿vamos?” con clásico cabeceo de quien quiere huir de algún lugar incómodo.
Ella aceptó y ahí fue cuando vi un resquicio. Sería un gran momento volver a transitar la avenida Hipólito Yrigoyen con la Falconeta y ella a mi lado. Pero como mi vida, precisamente no esta hecha de esos “grandes momentos” creo que la esperanza me duró doce segundos, hasta que ella se encargó de aclararme que se iba en tren.
Muy delicada como siempre, se excusó para ir hasta el toilette. Apenas quedé solo en la mesa lo primero que pensé fue “¿Esto cuanto me saldrá?” sabiendo que no podía permitir que ella desembolse un solo peso esa noche.
Acto seguido, urgué en mi billetera y encontré unos dieciséis míseros pesos. Palpé mis bolsillos y tenía una moneda de un peso junto con la bendita moneda de cincuenta centavos.
Antes que ella llegue pedí la cuenta para buscar alguna manera de zafar en caso de que la suma a pagar supere mi efectivo disponible.
Ella volvió y logró hipnotizarme nuevamente, detrás de ella llegó el mozo con el papelito y las letras azules de la tradicional caja registradora IBM.
El total ascendía a diecisiete pesos. Por un instante creo que el mundo se paró cuando llegué a leer el uno junto con el siete al pie del pequeño papelucho.
Obviamente saqué la billetera, la dejé vacía y metí la mano en el bolsillo derecho del pantalón. Saqué el peso junto con la moneda que me dio tantas alegrías antes de llegar. Dudé un segundo en el momento de pagar, sería una injusticia abandonar a mi compañera de dos caras. Pero esa fue una muestra más de la paradoja de la vida.
Es tan fácil ilusionarse con cosas simples como encontrar dos monedas de cincuenta centavos en el bolsillo de las propinas de un mozo.

Ya en el andén del eléctrico hacia Glew no aguante más, le pedí disculpas de antemano por hacerla sentir incómoda y le dije una andanada de sentimientos que me aplastaban el corazón contra el espinazo.
“Te extrañé, te extraño y seguramente te seguiré extrañando” le dije, al tiempo que la miraba con cara de perro callejero, sabiendo que no iba a lograr conmoverla.
Lo único que logré fue que el tren llegara aparentemente más rápido que lo de costumbre y que ella se fuera con un beso como si despidiera a un amigo que no ve hace tiempo.



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